13 de mayo de 2007

El cielo en la tierra

Azul es el cielo de los paraísos, o más bien el de todos lados; aún ése, el de los suburbios de la ciudad. Las colonias en que se apretujan millones de personas, y que crecen con el vértigo de las brillantes políticas para disminuir la pobreza. Con frecuencia, en estas colonias los cables de luz se adornan con decenas de tenis colgados. De hecho, si usted camina con una especial atención a las alturas, quizá podrá observar el bailoteo gracioso de unos tacos de futbol de dudosa pero creativa marca“Nique”. Resecos, deformados e inservibles, es difícil imaginar que alguna vez hayan sido usados. Ningún juicio más erróneo que este: esos tacos son el símbolo de un rito, de un sueño, de uno de los colores con los que se tiñe la marginalidad.

¿De qué rito hablamos? ¿A qué oscura fe nos referimos? La respuesta ni es oscura ni es confundible: el futbol llanero, crisol en el que se conjugan la fe, la violencia, la alegría, la debilidad, la displicencia, el coraje y el conformismo; es decir, casi nada… sólo la condición humana.

El escenario del futbol llanero puede tener orígenes múltiples: un terreno hostil que quizá fue arrancado a regañadientes de un basurero en plena expansión, un paraje cuya suavidad del césped recuerda a las lijas que se utilizan para tallar la madera, o incluso el lodazal desdeñado por un tianguis de fin de semana; todos ellos pueden ser perfectos escenarios, de hecho algunos ostentan la cercanía de un canal de aguas negras que intensifica las sensaciones olfativas de jugadores y público.

Pero como buen rito, el futbol llanero combina mucho más que elementos materiales para conformar un espacio y tiempo propios.

Una raída bandera mexicana mira el campo de futbol desde lo alto de una alambrada; gloriosa y desvencijada, es evidencia polvosa de un país en el que, al parecer, el patriotismo sólo emerge cuando juega la Selección Nacional. Un perro en descomposición en medio de un tubo de desagüe junto al tiro de esquina, y una montaña de basura entre las torres de luz, enmarcan la cancha donde “Los Halcones de los Pérez” y el “Argentina Juniors” disputan el balón en medio de una polvareda demencial. El cascajo detrás del campo y los anuncios de los sonideros colorean el paisaje en que un pequeño, montado en un elefante de estridente rosa mexicano, observa el partido en el que su padre, con facha de mastodonte chelero, se bate en la defensa con la velocidad del que prefiere la parsimonia.

El pequeño se aburre, y un poco fastidiado se dedica a buscar bichos en el interior de un balón ponchado, lleno de telarañas. ¡Juanito, deja eso! Grita su madre; furiosa porque no ha visto a su marido desde el viernes, y sabe que la única forma de atraparlo es ir al campo de futbol el domingo donde, pese a la borrachera de tres días, su marido acudirá de menos para disfrutar las chelas después del partido.

Mientras tanto, el “Shrek”, con su corpulencia de ogro y su cabello bicolor, se empeña en ganar su tercer partido. El “Shrek” pertenece a la pequeña elite de profesionales de los llanos que cobran entre 70 y 300 pesos por partido. Son mercenarios, o simplemente “cachirules”, talentos de las calles capaces de repetir la Cuautemiña de manera impecable; viven de prestar sus servicios como “refuerzos” a equipos ambiciosos y con una noción relajada de la ética deportiva. Los conocen los árbitros, los jugadores, las porras, los comerciantes y son, como todo ídolo, susceptibles de ser desterrados a la burla y el odio en el momento en que no satisfacen a sus exigentes patrones.

El color de muchos jugadores no sólo está en el uniforme o el cabello; los tatuajes revelan de forma inmediata sus afectos, la Virgen de Guadalupe o alguna insignia religiosa se repiten múltiples veces, no es raro que coexistan con dibujos paganos de dragones, autos o mujeres desnudas.

La fiesta, por supuesto no se limita a la cancha, con o sin gradas las porras se arremolinan con cada gol fallado y cada error cometido. Cartones de cervezas, botellones de refresco reformulados con ron, brandy, o ya de perdida mezcalito de a dieciocho pesos el litro, galopan de mano en mano y se extinguen en la infaltable verbena después de cada juego. Por supuesto la cábula y el desmadre nunca se hacen esperar:

¡Con esa puntería, con razón no tienes hijos! ¡Duro, como si tuvieras! ¡Despacito, como si fuera tu vieja!

La fanaticada, siempre variopinta, incluye a la abuelita gritona que no para de repetir piropos al árbitro: ¡ratero!, ¡ciego!,¡hijo de tu chingada madre!; a las comadres que no paran de quejarse, “nomás nos sacan pa’venir al campo, ni que fuéramos vacas”; a los chavitos, que escuchan atentamente las instrucciones del Director Técnico; a los amigos, que sufren fieles la cruda bajo el sol inclemente; a los teporochos, que interrumpen de vez en cuando algún juego porque no les gustó la decisión arbitral. En fin: rostros, gritos, muecas, alcohol, apuestas, risas, y fiestas. El futbol llanero es un mundo en el que son admitidos el prángana, el taxista, el ama de casa, el exconvicto, el oficinista, el comerciante, la matrona, los compadres y hasta los fotógrafos. Un mundo contradictorio y sugerente, rico de pobreza, y reflejo de las obsesiones de un pueblo golpeado por la carestía y la frustración.

No por nada, amo el futbol.

(www.mediotiempo.com) --- Danza en el polvo

2 comentarios:

Jesus Ferruzca dijo...

Ah! que perron!... lo que se vive cada domingo...

Donde nacen las estrellas que jamás brillarán... Botafogo :S

DeadVax dijo...

tss no lo habia leido completo esta chingonnnn ='(